Hace no mucho volví a ver una de las primeras conferencias de ​Value School, la de la presentación del libro «Cómo Invertir en Fondos de Inversión con Sentido Común», de John C. Bogle. La conferencia me gustó incluso más en esta ocasión que cuando la vi por primera vezDurante esa presentación, tuvimos también el privilegio de ver a dos gigantes, cada uno en su campo, charlando sobre experiencias y reflexiones de varios ámbitos de la vida, entre ellos la inversión, algo de finanzas, economía, ética… El profesor Pablo Fernández, uno de los más reputados académicos en el campo de la valoración de empresas, expresaba con cierto escepticismo la validez de ciertos marcos mentales que nos provocan llegar a conclusiones demasiado rápidas y simples, en muchas ocasiones erradas, y en la mayoría de las situaciones, al menos precipitadas.    

Aunque gran parte de la conversación se centró en las bondades, por acertadas, de la gestión indexada en comparación con el resultado obtenido por la mayoría de los actores que intervienen en la gestión activa, fue derivando paulatinamente. No podía ser de otra forma, teniendo en cuenta la talla de los dos participantes en el coloquio en otros muchos temas. Y uno de ellos, que en mi opinión cabría resaltar de esa conversación más allá del objeto de la misma, que ya de por sí justificaría verla, fue la reflexión que hicieron, cada uno desde una perspectiva distinta, sobre la importancia que tienen nuestras decisiones.   

Prestarle atención a este tema, siempre de actualidad para todo aquel que quiera reflexionar sobre la calidad de sus elecciones, es crucial para a largo plazo maximizar la obtención de los mejores resultados en todos y cada uno de los órdenes de la vida.  

“Bienvenido al mundo de tener que pensar bastante en por qué hacer las cosas”, decía Francisco García Paramés en una de sus intervenciones. Y es que, lo queramos ver o no, son el conjunto de nuestras decisiones, aquellas que tomamos cada día, las que en agregado acaban conformando nuestra realidad.  

La primera acepción de empresa que nos ofrece la RAE nos dice que es la “acción o tarea que entraña dificultad y cuya ejecución requiere decisión y esfuerzo”.     

Nuestra vida es nuestra principal empresa. En ella somos el empresario que la gobierna.  

Al vernos a nosotros mismos como el empresario que somos, nos aventuramos en el proceloso río de la ​responsabilidad ​personal. Nos adentramos en el mundo de la toma de cada una de nuestras decisiones.  

Capacidad de reflexión

Es evidente que esta ​responsabilidad ​exige ​reflexión, entre otras muchas cosas, y que, como comenta el profesor Pablo Fernández, ésta brilla por su ausencia en un mundo en el que el ruido domina la mayoría de la pseudo información que llega a nosotros. Ironiza Pablo Fernández con que, en cualquier momento y desde cualquier lugar y dispositivo, podemos conocer el “número de ahogados en Madagascar en el último cuarto de hora”. Este dato puede ser muy importante para los afectados y sus más allegados de ese macabro suceso, pero este exceso de información no nos deja espacio realmente para pensar, para reflexionar. Y esto no es exclusivo del común de los mortales, pues la mayoría de gente a la que se le puede considerar exitosa, desde alguno de los estándares sociales más comúnmente aceptados, gente con situaciones interesantes, no le dedica mucho tiempo a pensar sobre sus aciertos y sus errores.  

Pablo Fernández aludía a unas palabras del escritor José María Pereda: “la experiencia no consiste en lo que se ha vivido, sino en lo que se ha reflexionado”, y asimilado adecuadamente.   

En otro momento de la charla, el profesor comparte con la audiencia que hay una conversación que recurrentemente tiene con su esposa acerca del futuro que les espera a sus hijos en sus vidas. Preocupada como está ella por su descendencia, le pregunta a su esposo por la educación que han de darles, por los idiomas que sus hijos habrían de adquirir, por cómo pueden ellos, como padres, asegurar el mejor de los porvenires para su prole. Pregunta, por otro lado, que todos los que tenemos hijos nos hacemos también de una forma casi constante.  

La respuesta del profesor no puede ser más escueta, lúcida y acertada: “es la ​reflexión, nuestros hijos han de tener capacidad de reflexión. Con que nuestros hijos sean sensatos y piensen un poco, van a ser los reyes del mambo”. En la sociedad que vivimos, “pensar qué hago, decidir qué hago, brilla por su ausencia”. En otras palabras, dotémonos a nosotros mismos, y a los que nos suceden de ​juicio crítico. Tan conocido como escaso.  

El juicio crítico, pariente cercano en muchas de sus cualidades del ​sentido común, como sinónimo de “razonable, sensato y prudente”, y como opuesto, en su definición, del abundante y poco recomendable “modo de pensar y proceder como lo haría la generalidad de las personas”.  

Como corolario entonces, sepamos que somos los responsables de nuestras acciones, que todas tienen sus consecuencias y que son esas acciones y nuestras decisiones las que acumulativamente a lo largo del tiempo configurarán nuestra realidad.   

Tengamos esto en cuenta, y actuemos consecuentemente siempre que nos sea posible. Prestemos atención a nuestras decisiones y a los procesos que nos llevan a tomarlas, pues cuánto mejores sean éstos, más nos acercaremos a los objetivos deseados.

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